Existe evidencia de que en agriculturas donde predominan esquemas de pequeños y medianos productores no empresarizados, como es el caso nuestro, la política de ayudas directas tiende a no ser eficiente.
A Colombia se le identifica como un país de vocación agropecuaria, con una destacada y variada riqueza en recursos naturales cuyo potencial aún está lejos de desarrollar.
Tradicionalmente a este sector se le ha señalado como la cenicienta de la economía colombiana, pues en los últimos cinco años ha logrado crecer en promedio solo 1,2 %, con un aporte al PIB de apenas 6,8% en ese quinquenio, cuando el comercio ha crecido 4,4%, los servicios financieros, 4,6% y las minas y canteras, 9,8%.
En el 2011, el sector agropecuario solo aportó el 6,3% del PIB nacional.
Actualmente, de 21,5 millones de hectáreas aptas para el cultivo únicamente se utilizan 4,7 millones, mientras que la ganadería ha desbordado el uso del suelo que le correspondería, dado que estrictamente existen solo 14,3 millones de hectáreas verdaderamente adecuadas para esa actividad. Sin embargo, se están usando 37,8 millones con cerca de 29,17 millones de animales, lo que significa que la cabeza de ganado per cápita es de 1,3 hectáreas por animal, lo cual muestra con contundencia el uso subóptimo de las tierras.
¿Por qué ocurre eso en un país que desde 1975 viene aumentando progresivamente sus incentivos directos a los productores, marchando en contravía de la tendencia Latinoamericana?
Existe evidencia de que en agriculturas donde predominan esquemas de pequeños y medianos productores no empresarizados, como es el caso nuestro, la política de ayudas directas tiende a no ser eficiente debido a distintos factores estructurales que evitan que los recursos estatales logren un apalancamiento trascendental y sostenible.
Si esos apoyos no llegan a estructuras que tengan prácticas productivas, comerciales y financieras pertinentes para mercados cada vez más globalizados y competitivos, la probabilidad de que logren un impulso importante al sector es muy baja.
Varios países han pasado de una política de subsidios directos a un exitoso enfoque centrado en incentivos a la participación privada de gran escala en planes de negocios agropecuarios ambiciosos, y en ese sentido, han logrado impulsar vigorosamente a esas economías.
Aunque de esas experiencias se destacan las de Chile, Brasil y Argentina, el caso peruano constituye una referencia obligada para nosotros.
En dicho país, a partir de dos leyes de promoción agraria del 2000 y 2006, con vigencia hasta el 2021, lograron crearle un irresistible sex appeal al campo como alternativa competitiva de inversión privada; con sencillez pragmática y funcional le enviaron cuatro cautivadoras señales a cientos de inversionistas ávidos de colocar recursos en negocios rentables y de riesgos asumibles.
Las leyes redujeron del 30% al 15% la tarifa del impuesto de renta de inversionistas en el agro.
Igualmente, los agentes cobijados por la norma pueden depreciar en 20% anual el monto de las inversiones realizadas en obras de infraestructura. Asimismo, los contribuyentes agropecurios pueden recuperar anticipadamente el Impuesto General de las Ventas (16%) pagado por adquisición o importaciones efectuadas de bienes de capital, insumos, servicios y contratos de construcción.
Adicionalmente, el aporte mensual del seguro de salud para los trabajadores del sector agrario a cargo del empleador se redujo del 9% al 4% de la remuneración.
Como consecuencia, el PIB agropecuario de Perú entre el 2001 y el 2011 creció en 54,8% a partir de la exportación de productos. Con eso quedaron atrás los programas gubernamentales fundamentados en el uso de crédito con tasas de interés subsidiadas, tal como sucede actualmente en Colombia.
A raíz de estos estímulos, la agricultura peruana ha tomado un perfil empresarial agroexportador capaz de propiciar, sobre la base de capital privado, las condiciones productivas, de infraestructura, comerciales y financieras apropiadas para una agricultura que pueda aspirar a estar en las grandes ligas del mundo.
Una de las bondades del apalancamiento privado del desarrollo del agro peruano se ve reflejada en el proyecto de irrigación Olmos-Odebrecht, que se percibe como el gran ejemplo en la región en términos de privatización de distritos de riego y drenaje, en virtud de que el proyecto es una concesión autosostenible, financiado 100% por privados a partir de subastas.
Esta obra de ingeniería de punta logrará irrigar en dos años, 38 mil hectáreas. Recordemos que en Colombia se cuenta con una precaria infraestructura de irrigación y drenaje, casi toda de origen estatal, que solo alcanza para el 15 % de los terrenos irrigables.
Ad portas de una reforma tributaria en Colombia, es fundamental que los responsables de la misma se inspiren en casos como el descrito y generen cambios disruptivos que posibiliten llegar a un sistema donde se conjuguen los recursos públicos con los privados de una manera óptima, y por ende, las ayudas e incentivos del Gobierno sean orientados a promover no la supervivencia de los pequeños del agro, sino su pujante crecimiento, jalonado por grandes inversionistas agroindustriales y de portafolio.
Estos inversionistas potenciales requieren encontrar incentivos fascinantes, reglas y mecanismos comerciales claros y formales, así como estabilidad jurídica que les permita emprender la enorme cantidad de planes de negocios agropecuarios que demanda el país en los que incluso con certeza le inyectarían capital a las múltiples obras de infraestructura que se necesitan.
Iván Darío Arroyave Agudelo
Presidente Bolsa Mercantil de Colombia
Fuente: http://bit.ly/HQ0ak8
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