A lo largo de las últimas décadas, por no decir siglos, el imaginario social, económico y gubernamental sobre el campo colombiano, el sector agropecuario, la actividad del agro o la producción de alimentos, es de lástima, olvido y pobreza, imagen que dista mucho de lo que pasa en países de la Alianza del Pacífico como Chile, Perú y México, eso sin contar a Brasil en donde el campo es sinónimo de prosperidad, riqueza, desarrollo y sobretodo de nuevas tecnologías. En Colombia todo es muy diferente, a pesar de que medio millón de familias viven del café; otro tanto igual se gana la vida con vacas lecheras y unas 300.000 más se dedican a criar cerdos, producir huevos y levantar pollos, todo unido con el cordón umbilical del rebusque, la subsistencia y la informalidad. Ni qué decir de los demás cultivos del llamado "pan coger" que no van para ninguna parte por carecer de volumen y calidad para abastecer el mercado interno, no tener nada de competitividad, mercadeo agropecuario, alianzas estratégicas y frenar inversiones empresariales que saquen al campo colombiano del subdesarrollo en que está sumido. No existe ninguna gran empresa agroindustrial listada en la Bolsa de valores de Colombia y las pocas multinacionales o multilatinas que pueden transferir conocimiento y hacer inversiones, son atacadas sin cuartel por las autoridades locales, regionales y hasta nacionales. Nada más riesgoso que hacer una inversión en el campo, en donde no solo la seguridad jurídica se pasa por la faja, sino que no existen garantías mínimas de mantener el orden público, pero lo peor es que la noción de respeto por la propiedad privada no existe, cualquier comunidad se siente con derechos de invadir, destruir o capturar bienes materiales de cualquier inversionista, sin que ninguna autoridad pueda hacer algo para cambiar la anarquía que padece el sector rural.
Más allá de respetar la propiedad privada y proteger las inversiones agropecuarias está cambiar -por parte del gobierno central y el centralismo- la mentalidad paternalista que se ha asentado por siglos, tiempo durante el cual pequeños, medianos y grandes empresarios del campo han vivido de los subsidios, de las ayudas estatales que los han sacado de las vacas flacas que llegan cada lustro. Así las cosas, un campo sin autoridad, sin grandes inversiones, sin nuevas tecnologías, ni estudios aplicables de vocaciones definidas, no tiene mucho futuro y debe ser un tema obligado de la cantidad de candidatos a la presidencia quienes aún no hablan del modelo económico que quieren desarrollar entre 2018 y 2022. Una de las primeras cosas que se deben hacer para cambiar el rumbo es llevar inversiones de calidad al campo, ayudarle con capacitación a los cientos de miles de familias que derivan su sustento de los cultivos y de la crianza de animales, para pasar de la imagen despectiva que hoy se tiene del campesino a la de un microempresario del campo con mucho futuro y que pueda materializar o hacer realidad ese cliché de que en el campo está el futuro de Colombia. Poco a poco el país deja de ser rural y la mayoría de la población casi se asienta en las grandes ciudades, pero ante esta realidad debe haber políticas públicas bien definidas que tracen la hoja de ruta del agro en donde las nuevas tecnologías jueguen un papel más preponderantes, tal como sucede en países similares al nuestro.
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